Sí, este texto es un poco largo. Pero es lectura obligatoria para todos a los que les gustaría saber cómo y por qué nació la Iglesia Universal del Reino de Dios – por un testigo ocular.
Si no puede leerlo ahora, guarde esta página para leerla después. Vale la pena.
Buena lectura.
Fe, indignación y sacrificio son la esencia de una vida con Dios. La fe nos hace recordar al profeta Habacuc y la época en que vivió cuando Jerusalén estaba rodeada por Nabucodonosor y la destrucción era inminente. Su libro tiene solamente tres capítulos y comienza con una pregunta: ¿Por qué?
Y quién de nosotros, por lo menos una vez en la vida, ¿también no ha preguntado ‘por qué? ¿Por qué nace un bebé con un defecto? ¿Por qué cae un rayo del cielo y destruye la casa del pobre? ¿Por qué una bala perdida mata a una creatura inocente en una comunidad carente? ¿Por qué?Y Habacuc, en sus reflexiones, en el profundo de su corazón, acuñó una frase hermosa y estupenda que solo podría provenir de Dios: “Mi justo vivirá por su fe”. Más que esto, no se podía decir.
En un mundo injusto, con tantas desigualdades, solo la fe es capaz de garantizar la vida. Sin ella somos atormentados por dudas y temores, hesitaciones, una sal sin sabor; una nube sin agua, vagando por el cielo; una ola del mar llevada por los vientos; un muerto vivo.
Naturalmente, la fe causa una indignación en contra de todo esto y construye con sacrificio la victoria final. Ese camino estrecho y apretado fue el que Dios trazó para el surgimiento de la Iglesia Universal.
Cuando el obispo Macedo era joven, frecuentó una iglesia evangélica en la Zona Sur, por cerca de diez años. Su deseo era predicar, pero los líderes no veían en él cualquier virtud o talento, cualquier expresión que llamase la atención. Ni siquiera tuvo la oportunidad de servir como obrero. Diez años no son diez días. Otro hubiera desistido. Otro hubiera desanimado. Él no. Y la razón era la fe.
Movido por el deseo de servir a Dios, él y dos amigos fueron para una iglesia en el suburbio. Yo era apenas un niño en la ocasión, pero me recuerdo que allá también el pastor hizo la misma evaluación. Pasado algún tiempo, consagró los otros, pero no al obispo. Una vez mas él fue puesto a un lado, excluido, disminuido, enfrentaba el prejuicio, el desaliento y la frustración. Otro hubiera desanimado. Otro hubiera desistido.
Un día estaba almorzando en la casa de mi abuela, cuando él entro. Y, permítame aquí romper un poco el protocolo, para un pequeño recuerdo, una mención honorífica a esa señora extraordinaria. Un inolvidable ejemplo de renuncia, dedicación y amor.
El obispo venía para avisar que dejaría el empleo para predicar el evangelio. Él ya estaba casado, tenía una hija y su esposa estaba embarazada de la segunda. Un gesto de fe extrema para quien era desacreditado por todos. Para una familia humilde como la nuestra, un empleo público como el de él, representaba la garantía de una vida libre del desempleo.
Ella solamente le dijo: “Asegúrese de pagar el instituto para garantizar la jubilación cuando envejezca.”
Cuando yo veo esa orgia histérica de los insultos más torpes, ese odio neurótico, esa persecución implacable, ese diluvio de injurias, difamaciones y calumnias contra el obispo y la iglesia, que son capaces de publicar con la más equivocada convicción el mayor de los engaños, la tesis loca que dice que él dio origen a una fórmula para explotar a los pobres, lamento con profunda amargura. Ciertamente no conocen la Iglesia Universal, quienes somos y de dónde venimos.
Puede ser que en alguna de nuestras iglesias, sea en Brasil, en África, en Europa, en Asia o en cualquier otra parte del mundo, alguien, algún día, haya colocado sobre el altar un sacrificio tan grande como el de él, pero mayor no. Él ofreció todo lo que tenía, el propio empleo, sin cualquier garantía, sin cualquier esperanza, sino por fe.
Pasado un mes, nace su segunda hija y fui por la mañana visitarla en el hospital del IASERJ. Ella había nacido con labio leporino y los bebés que nacen así son delgados, con ojeras, con el rostro deforme, con una herida abierta en la boca, sin una parte de los labios, con una grieta en el techo de la boca, lo que hacía imposible amamantarla, pues no consiguen hacer succión, se ahogan y sufren demasiado. Fueron días, meses, años de un sufrimiento atroz.
En el camino de regreso, de la plaza de Cruz Vermelha hasta el Largo da Gloria, caminando por la calle Riachuelo, cada paso traía una lagrima. Como Habacuc, yo preguntaba: ¿por qué? ¿Por qué un hombre pobre, pero diezmista fiel, en el momento supremo de su existencia, cuando decide dejar su empleo, su sustento, su gana pan, para predicar la Palabra, recibe como premio un castigo, y de los peores? Porque yo no sé si hay dolor más grande que un padre vaya al cuarto de bebés de un hospital, solo para ver, solo para constatar que su hija es la única enferma, la única herida, frágil, sufriendo y llorando, mientras las de los demás son tan hermosas.
Y como siempre, en los momentos difíciles, mi familia se reunió en la casa de mi abuela. Él llegó en la tarde. Estaba, obviamente, muy triste, mas dijo dos cosas que no olvidé. La primera: “Voy a gustar más de ella que de la otra.”
La otra, a la cual se refería, era su primera hija, una niña muy hermosa. No creo que sea posible querer más a un hijo que al otro, mas había un significado más profundo en aquella expresión. Era mucho más que un padre tratando de compensar, proteger, descargar su dolor.
Más tarde verifiqué que la esencia de aquellas palabras se reflejaría en el surgimiento de la Iglesia Universal que es decididamente dedicada a querer más a los que sufren, al afligido, y al necesitado. Y pronto empieza a buscar las almas perdidas en las encrucijadas, en los barrios más pobres, en los terreros, en los manicomios, en las catacumbas de los vicios, en la miseria de las drogas, en la bancarrota de los hogares destruidos. Y los salones, galpones, cines, empiezan a llenarse de enfermos, pobres, desempleados, afligidos, endemoniados en busca de alivio y liberación. El pueblo que andaba en tinieblas vio una gran luz.
La segunda cosa que dijo fue: “Yo no voy a enojarme con Dios. Voy a enojarme con el diablo. Ahora es que voy realmente invadir el infierno para rescatar a las almas perdidas.”
Allí ya no era más un muchacho cualquiera, obscuro y anónimo. Allí nacía un líder. Nacía también un pueblo capaz de enfrentar los mayores desafíos, las persecuciones más duras y virulentas. De fibra y fuerza que no retrocede, que no se rinde, que no huye de la batalla ni teme el sacrificio. Un pueblo con la mirada fija en las promesas de Dios para romper en los horizontes la perspectiva iluminada de su destino, determinado, forjado, sellado por la fe en Dios. Y eso porque, en el momento más difícil, más cruel, más duro, ¡un justo vivió por su fe!
La Iglesia Universal no surgió con la deliberación de una asamblea de hombres ilustres o de un consejo directivo o de una fundación de notables. Ni tampoco fue subsidiada, patrocinada, costeada por recursos del gobierno o de un caritativo millonario. Esa iglesia es la respuesta simple, directa y fiel de un Dios que honra la fe, la indignación y el sacrificio.
La frase, “Yo no voy a enojarme con Dios. Yo voy a enojarme con el diablo”, marca la indignación de la fe. Si él se hubiera enojado con Dios, seria rebelión y el resultado, un océano de fracaso, un Himalaya de frustración. Los rebeldes culpan a Dios por los infortunios de la vida. La rebeldía tiene formas distintas y sutiles de manifestarse. Algunos rebeldes afrontan los mandamientos, desafiando a Dios con sus pecados y crímenes. Otros manifiestan una indiferencia fría y distante con las cosas de Dios, haciendo de la propia vida un inmenso desperdicio de tiempo e una triste historia de mediocridad. Hay también los fariseos, que son los rebeldes de la iglesia que conocen la Palabra, pero no la practican.
Abraham estaba indignado mientras vagaba por el desierto, esperando la promesa que tardaba en llegar. Pero nunca se rebeló. Moisés se indignó con la esclavitud de su pueblo, así como José se indignó cuando encontró murallas y gigantes en la tierra prometida. Pero no fueron rebeldes. David se indignó con las afrontas de Goliat. Job, el más indignado de todos, que en el ápice de su sufrimiento maldijo el día que nació, jamás se rebeló. Él sigue siendo, a través de los tiempos, el ejemplo más vehemente de lo que un hombre es capaz de soportar y vencer cuando es movido por su fe. Y fue en su sacrificio que Dios lo restituyó siete veces más.
La vida del justo no es una vida de convento, del monasterio en el alto de un monte, de santidad absoluta. Es la vida de la fe, de las luchas del día a día en la planicie de la vida. Con sus virtudes y defectos, injusticiado y perseguido, como ovejas entre lobos, que a veces llora, pero sabe que será consolado, que tiene sed y hambre de justicia y cree que será saciado. Personas simples y humildes con toda la seriedad de su alma. Que pone la mano en el arado y no mira hacia tras, cueste lo que cueste, duela lo que duela. Que no se disminuye, que no se acobarda. Hijos de la fe, de la indignación y del sacrificio.
Tenga certeza. Dios ve lo que usted ha pasado; perseguido, injusticiado, un sofoco desgraciado. Dios ve su rostro afligido, tantos planes fracasados, tantas noches sin dormir. Mas lo que Dios necesita ver es la indignación en su mirada, es la voluntad de luchar y ser bendecido. La fe viene por el oír, pero la acción viene por la indignación. Sin lucha no hay victoria, sin obras la fe es muerta. Es tiempo de indignarse, es tiempo de actuar la fe, construir nuestros sueños; o Dios es, o no lo es. Es tiempo de indignarse, es tiempo de usar la fe. Es tiempo que Dios vea que usted no es un cobarde.
Marcelo Crivella
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